Así padecí el dengue en Argentina: de “tener el cuerpo medio cortado” a una hepatitis poco común
(CNN Español) — El país alcanzó un máximo histórico de casos registrados de dengue en una semana, según el Boletín Epidemiológico del Ministerio de Salud. Las estadísticas oficiales informan que el brote de esta temporada es de mayor magnitud y más persistente que en temporadas anteriores. Más allá de lo gráficos y los números, una experiencia en primera persona del tránsito de esta enfermedad.
Mi nombre es Verónica Pagés, soy periodista de CNN en Español y estoy saliendo de un cuadro grave de dengue. En Argentina, en lo que va del año, ya se registraron más de 134.200 casos. Quería compartir con ustedes mi experiencia.
Tardaron cinco días en darme algo parecido a un diagnóstico, porque nunca fue 100% certero. El brote de dengue en mi país hizo desaparecer los reactivos, por lo que en la clínica donde me atendieron sumaron los datos del laboratorio con los síntomas que traía y listo: sospecha de dengue. Lo más cerca que llegué a saber qué me pasaba.
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El día 1 lo empecé con dolor de cabeza y con lo que en mi tierra llamamos “tener el cuerpo medio cortado”. Algo que se incuba, algo que suele pasarse con un ibuprofeno y un poco de descanso. Hubo ibuprofeno y no tanto descanso. Durante la noche me despertaron unos escalofríos endiablados, no podía parar de temblar y la temperatura de este verano porteño no podía ser la razón. Agarré el termómetro como pude y saltaron los 38,9 grados. A tientas, me tomé otro ibuprofeno (lo repito porque estaba haciendo las cosas mal).
A la mañana me sentí mejor y me animé a subirme a la bicicleta para ir a trabajar. Un día de sol para aprovechar. A poco de llegar comenté, así como al pasar, que no me estaba sintiendo tan bien, pero la vorágine y la adrenalina del trabajo me llevaron hacia adelante sin mayores problemas. El tema fue cuando mermaron la vorágine y la adrenalina, y el malestar se volvió demoledor. El dolor de cabeza se había profundizado en los ojos, la rigidez de la espalda ya era paralizante y habían retornado los escalofríos. Un compañero me dijo que no tome ibuprofeno (otro más) porque si era dengue podía ser contraproducente, por algo de la coagulación de la sangre. ¿Dengue?, pensé.
La médica del trabajo me dijo lo mismo: “dengue”. Y me recomendó ir a una clínica a que me sacaran sangre y que por favor no tomara otra cosa que paracetamol. No tenía casi fuerzas y las usé para subirme a la bici de regreso a casa y desplomarme en la cama. Me absorbió. Es la imagen más clara que tengo. No podía ni levantar la cabeza para girarla. Era imposible cambiar de posición. Dejé lo de ir a la clínica para el día siguiente.
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Cuando me desperté seguía con fiebre. Ya no me la volví a tomar. Sabía perfectamente cuándo el termómetro se iba a disparar. Mi hija me llevó a la clínica. Cinco o seis personas me precedían, nada grave. Me llaman, entro, tres minutos, salgo: “Dice la doctora que es faringitis, y que si sigo con fiebre que vuelva en tres días”. Y que sólo tome paracetamol cada 8 o 10 horas. Fueron tres días de mímesis con el colchón. Fiebre, dormir, paracetamol, fiebre, dormir, paracetamol. Poca comida y menos agua. Todo me sabía mal. Todo. No podía tragar nada sin sentir un gusto espantoso a óxido. No importaba, sólo quería dormir, desvanecerme hasta sentirme bien.
Llegó el tercer día y la fiebre no se había ido. De vuelta a la clínica. La guardia, en la que hacía pocos días había cinco o seis personas, estaba imposible. Todas las sillas ocupadas, gente sentada en el piso. Una escena devastadora. Una hora, dos horas, tres horas de espera. Justo cuando estaba por tirar la toalla para volver casa a seguir durmiendo… me llaman.
Cuando me ve entrar la doctora (otra doctora, no la que me había diagnosticado faringitis), me dice “vos vení para acá”, y me lleva a una salita mucho más equipada que la que me habían atendido días atrás. “Qué te pasa”, me pregunta. Y yo empiezo con lo de la faringitis. “Abrí la boca. Esto no es faringitis. Estoy casi segura de que es dengue. Querida, vos estás deshidratada”. Me sacaron sangre y al rato volvieron con la cuasi confirmación. Plaquetas y glóbulos blancos desplomados.
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Ahí supe que esos son datos clave para que los médicos empiecen a hablar de dengue. Eso y la fiebre, el dolor del cuerpo, la falta total de apetito y la deshidratación… eran todos los datos que necesitaba conocer la médica para decirme que me quedaba internada. Y me quedé casi cuatro días con una vía con suero para hidratarme. “Apenas empiecen a recuperarse los glóbulos blancos y las plaquetas, te vas”, me dijo. Cuatro días tardaron. Mientras tanto dormía casi todo el tiempo, apenas podía mantener la atención a alguna conversación con algún familiar o amigo que se acercaba a visitarme. La televisión la aguantaba de a ratitos.
Y empezaron a aparecer otros síntomas: una picazón infernal en las palmas de las manos. Me rascaba con una desesperación tal que pensé que me iba a lastimar. Dolor en algunas articulaciones y erupciones en las piernas. Ni durmiendo me podía sacar esos picores y dolores del cuerpo. La doctora y las enfermeras –divinas todas– me trataban de tranquilizar diciendo que todo estaba dentro de lo esperado, que ya iba a pasar. El último día en la clínica, me sacaron la vía con el suero porque juré que iba a tomar tres litros de agua, aunque le sintiera gusto a óxido. Y cumplí. Todo por liberarme de esa vía que me complicaba para dormir, para ir al baño, para moverme aunque sea un poco.
El alta provisoria llegó al cuarto día, la esperaba como un niño espera su cumpleaños o la Navidad. Pero el dengue no había terminado conmigo. Me fui con la promesa de volver cada dos días a sacarme sangre y a controlarme; con la promesa de comer bien y tomar mucha agua. A todo dije que sí. Pero en el primer control saltaron otros valores del análisis de sangre que el médico remarcó con su fibrón: el hepatograma. “No les pasa a todos, pero parece que a vos sí. No te asustes, no es grave, pero tenés hepatitis por dengue”. Casi me pongo a llorar. ¿De verdad? Y me acordé de mi papá, años atrás, postrado en su cama con hepatitis durante más de un mes. Rápidamente el médico me leyó la cara y dijo “no, no es ese tipo de hepatitis, pero sí tenés que seguir unos días más de reposo, comida sana, agua y nada de actividad física. No mucho más. Ya vas a estar bien”.
Ya han pasado varios controles y el hepatograma está acercándose al rango de normalidad. Todavía no llega, pero parece que en una semana más lo logrará. Eso es mi hígado. Yo, mucho mejor, pero con un cansancio que no cesa. Ya empecé a hacer algo de vida normal. Pero cosas que antes ni notaba, ahora me agotan profundamente.
Hoy, a casi tres semanas de ese día 1, el médico dice que voy bien. Y yo quiero creerle.
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